Ostras, me dejó con la boca abierta, no contesté.
No me he considerado nunca una persona tímida, en realidad sé que no lo soy, pero decidí darle dos vueltas a lo que mi colega y amiga me decía. Tenía razón, yo raramente participaba en los actos a los que asistía. De hecho, hasta ese momento realmente pensaba que no tenía gran cosa que aportar, que lo que yo podía llegar a pensar no era tan importante como para ser comentado o expresado en voz alta, mucho menos ante otras personas que podían saber más que yo.
Pero me llamó la atención el hecho de que ella pensara que sí podría ofrecer algo que valiera la pena, que lo que yo podía llegar a pensar tenía valor. No sabía si era por amistad que me había dicho aquello o si de verdad pensaba que yo podía tener una opinión con cierto valor, así que me propuse hacer un pequeño experimento, sólo para mí misma (así, si salía mal, no lo tenía que saber nadie, perpetuando mi experiencia hasta el momento):
A partir de entonces, y hasta finales de año, haría una pregunta, un comentario o expresaría una opinión en cada uno de los actos, cursos, reuniones o talleres a los que asistiera. Así vería si realmente yo tenía algo que decir que pudiera interesar a los demás o si, como había pensado hasta ese día, en realidad no tenía demasiado que decir o lo que yo pensaba no era tan importante como para interesar a alguien más.
A partir de ese día empecé a expresar en voz alta algún pensamiento, formular alguna pregunta o simplemente a compartir mi opinión a todos los actos a los que iba.
E hice varios descubrimientos interesantes.
En primer lugar, me di cuenta de cómo me costaba empezar a hablar en público: buscaba con cierta ansia el momento correcto para hablar, notaba como el corazón se aceleraba ligeramente o las manos sudaban de repente en el momento en que decidía dar el paso de hablar … en fin, que hasta ese momento había silenciado mi voz con la excusa de que no tenía gran cosa que aportar cuando en realidad lo que estaba haciendo era acomodarme en mi silencio para no tener que hacer el esfuerzo de salir de mi zona de confort y exponerme ante los demás.
Porque era eso lo que sentía al principio, las primeras veces que empecé a hablar; que los demás me juzgaban, que pensarían que digo tonterías, u obviedades, o que me equivocaba del todo y hacía el ridículo.
Hasta que comprobaba que no, que mis palabras eran bienvenidas y valoradas, que era tomada en cuenta y más adelante preguntada directamente.
Mi experimento fue toda una sorpresa para mí.
Mi destreza hablando en público ha mejorado significativamente desde aquellas primeras veces, gracias al consejo que me dio mi amiga, y al experimento secreto que decidí emprender entonces, pero mi percepción interior no ha cambiado demasiado.
Muchas veces noto como me cuesta dar el salto de hablar ante un grupo de gente, las cosquillas en el estómago o la incomodidad de atascarme por no tener las ideas completamente claras en el momento en que estoy hablando.
En realidad pienso que está bien tener esta parte de humildad; no es buscada.
Pero me pone los pies en el suelo y no actuar como aquellas personas que piensan que su opinión es la más importante o la única que merece ser escuchada.
Me gusta saber que sé cosas y puedo aportar ideas a los demás pero a la vez sentir que no sé lo suficiente para dejar la prudencia y la humildad a un lado.