Empiezo un blog hablando de perder, buenos augurios para un ente que acaba de nacer.
No es la primera vez que abro un blog y lo dejo a medias, a veces me olvido y no soy capaz de recuperar la clave de acceso, otras veces ni recuerdo dónde lo abrí y otros simplemente me apetece dejarlo morir. Siempre, sin embargo, cuando abro un blog nuevo lo hago con la esperanza de que este es el definitivo, esta será la plataforma en la que podré expresarme y ser constante en mis ansias de escribir y compartir lo que pienso, lo que siento y lo que veo dando vueltas por el mundo. Este no es la excepción: lo traigo a la vida con el deseo de continuidad, sabiendo que, como todo y como todo el mundo, un día acabará.
Y me apetece hablar de pérdidas en esta inauguración formal.
La vida misma es una pérdida; nacemos para acabar muriendo, y en el camino vamos soltando lugares, personas, objetos, situaciones; pérdidas pequeñas, medianas y grandes que van configurando el poso de nuestra memoria, que nos van formando como la persona que somos actualmente. Somos el resultado de nuestras pérdidas.
Aprendemos de todo lo que dejamos atrás, lo mantenemos presente mientras lo recordamos y esto condiciona nuestro presente y, sobre todo, nuestro futuro.
Llenamos de significado un objeto o una persona, lo convertimos en importante para nuestra vida, nos acostumbramos a ella, a veces dejamos de darle la importancia que tiene por la misma presencia continuada y segura, y de repente aquello, o aquel alguien, desaparece de nuestra vida.
Perder a personas es especialmente duro.
El hueco que queda duele; cuanto más hemos querido más dolor sentimos al perder. Qué suerte haber podido vivir una experiencia enriquecedora con alguien, haber podido tener sensaciones únicas compartiendo un trozo de esta vida con una persona especial o haber aprendido cosas que ni podías imaginar gracias a haberte encontrado con aquella persona que te dado tanto. Pero qué duro dejar marchar todo ello sin alterarse.
A menudo me pregunto si perder a alguien es un hecho irreversible.
Hay personas que no volverán nunca, porque han muerto. Esta pérdida es ciertamente irreversible, injusta, siempre fuera de tiempo, muchas veces imprevisible. Pero la mayoría de personas que perdemos no mueren, simplemente salen de nuestro camino para no volver a aparecer nunca más.
Compañeros de estudios, amigos de la infancia, parejas, colegas de trabajo, gente que entra y sale de nuestra vida, que tiene importancia mientras está y que deja de tenerla cuando desaparece.
Sé que la vida es eso, avanzar, cruzarse con personas, aprender de ellas, amarlas, divertirse con ellas, sufrirlas a veces, y dejarlas marchar.
Tener alguien en nuestra vida es circunstancial, y cuando las circunstancias cambian se produce la pérdida, aunque a veces nos empeñamos en que no sea así. Entonces sufrimos, lloramos, nos resistimos. Porque perder duele. No duele por lo que se ha vivido, duele por lo que se deja de vivir, por los planes rotos, por el futuro que no será. Pensamos en todo lo que deberíamos podido hacer, o compartir, o decirnos, y ya no será posible, porque la hemos perdido.
Me gusta despedirme de la gente a la que quiero con un beso, un abrazo, una mirada cálida y una palabra agradable. Porque no sé si volveré a tener la oportunidad de hacerle saber que es importante para mí, que la quiero.
Pienso que lo peor que me puede pasar es perder a alguien que no sabe la importancia que tiene para mí, que se vaya sin haberle podido transmitir que estoy agradecida de haber compartido ese tiempo con él o ella, que no tengo sitio para reproches ni resentimientos porque siempre tendrá un lugar único en mi vida y mi corazón.
Es cierto que perder duele, pero prefiero sentir el dolor de una pérdida que el vacío de no haber sentido nunca amor.