Primero hablaré de las personas.
L. fue abusada sexualmente por su padre durante años, desde una edad en la que no era consciente de lo que significaba lo que estaba pasando hasta que fue lo suficientemente mayor como para denunciarlo y conseguir que por fin aquel desgraciado fuera encerrado en prisión.
Pero su infancia, su inocencia, ya habían sido dañadas. Ella sabía que lo que pasaba no era correcto, pero lo callaba para usarlo como moneda de cambio para hacer lo que quisiera y tener permiso para ver a su madre. La perversión del abusador llegó a hacerla cómplice de su asqueroso crimen. Después de más de un año en el centro se sintió lo suficientemente segura para hablarme sinceramente sobre los abusos por primera vez. Ayer me decía “Anna, no dejes que me lleven, no me dejes marchar por favor”.
M. vino a España a los 10 años cuando pudo escapar de su casa porque hacía un par de años su padre, que le había maltratado siempre porque era travieso, no le gustaba ir a la escuela y no se portaba bien, le rompió los dos brazos en una de sus palizas, y él decidió que ya no quería estar más con aquel hombre. Una vez llegado aquí se vio solo y sobrevivió en la calle como una ratita, comiendo lo que encontraba o podía robar, creciendo como las malas hierbas, fuerte pero sin control, desarrollando habilidades de supervivencia inimaginables para nosotros y nuestras comodidades, pero a la vez dejando de aprender otras como la confianza y la capacidad de socializar. Ahora ya es capaz de mirarte a la cara y mantener una conversación extensa, ya se siente con la confianza de compartir sus reflexiones y la madurez que le ha dado la vida en la calle. Y hemos descubierto un hombre magnífico de 17 años que quiere ser mecánico y hacer cosas para ayudar a los demás. Ayer me miró muy serio y me preguntó “Tengo que marchar sí o sí ¿verdad? ¿No puedo elegir?”
S. creció en su casa, con sus padres y hermanos, aparentemente todo correcto. Si no fuera porque sus padres tienen disminuciones psíquicas severas que les impidieron darle a la niña una mínima educación y pautas para la vida. Cuando llegó al centro no había utilizado nunca una compresa y no sabía ducharse correctamente, aparte de no haber sido escolarizada, como muchos de los que nos llegan, y no tener ni las más mínimas capacidades de relacionarse con los demás o de controlar sus impulsos. Eso sí, sabía cómo ganar dinero prostituyéndose cuando era necesario y se conocía todas las drogas que se pueden encontrar en la calle. Ayer me decía “Pero si yo no quiero marcharme ¿por qué me obligan?”
Y podría seguir así hasta 27 chicos y chicas menores de edad, todos tutelados por la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia de la Generalitat de Catalunya, la famosa y omnipotente DGAIA.
Gracias a esta institución ayer se repitieron frases del estilo “Aquí he encontrado una familia, no quiero marcharme”, “Por primera vez he dormido sintiéndome segura en un lugar, ¿ahora tengo que volver a empezar de cero?” o “Nos tratan como marionetas, juegan con nuestras vidas sin consultarnos a nosotros, no es justo”.
Todos ellos vivían en un centro terapéutico desde hacía al menos un año, habían iniciado procesos de cambio muy importantes, oportunidades para tener una vida mejor, digna, lo que todos los niños y adolescentes se merecen.
No estamos hablando de chicos y chicas normales, que también merecen atención y apoyo en momentos de cambio en sus vidas, y que sin duda lo reciben de su entorno, como debe ser. Estamos hablando del sector más vulnerable de nuestra sociedad, niños y niñas que han tenido la mala suerte de nacer en hogares que no pudieron o no supieron protegerles como es debido, que vivieron experiencias que no deberían haber vivido nunca y que se perdieron aprendizajes muy básicos y necesarios para tener una vida plena, de confianza y con respeto.
Son las personas que representan la peor cara de nuestra sociedad, que cargan con los defectos y los efectos de todo lo que se ha hecho mal antes de ellos y que deben ser especialmente protegidos por nuestras administraciones.
Por eso vivían en el centro terapéutico, para crecer como personas sanas y tener las mismas oportunidades que los demás.
A todos, sin excepción, les costó integrarse a su llegada al centro. No confiaban en nadie, sus vinculaciones hasta el momento habían sido desastrosas y todo lo que habían aprendido era que no podían relajarse nunca, que la vida es una selva donde sólo sobreviven los más fuertes, donde la violencia, las drogas, los abusos y los malos tratos son conductas normales de los adultos y ellos tenían que aprender también.
A todos les costó desprenderse de todo esto y empezar a confiar en las buenas personas que los estaban intentando educar, que les mostraban afecto y les cuidaban a cambio de nada, que les daban oportunidad tras oportunidad mientras ellos se formaban como personas.
No denuncio en ningún caso que la DGAIA haya querido finalizar el contrato con el centro terapéutico, tienen todo el derecho y supongo que sus motivos, contra los que no tengo nada que decir (sí a opinar, pero nadie me ha preguntado ).
Denuncio la forma en que ha ejecutado este final de contrato, lo denuncio en nombre de 27 chicos y chicas vulnerables que han sido arrancados de forma indecente y repentina del primer lugar donde se han sentido seguros y protegidos en su vida. Sin tiempo a prepararlo, sin informarles previamente, ni a los chicos y chicas afectados ni al equipo educativo y terapéutico que era hasta ayer responsable de su bienestar y su evolución, sin dejar que terminen el trabajo empezado, obligándoles a dejar a medias un tratamiento que de sobras estaba demostrando que funciona.
Lo denuncio porque es terapéuticamente aberrante y contraproducente romper los primeros vínculos sanos que estos chicos y chicas habían establecido por primera vez y ponerlos en riesgo de una forma tan cruel como evidente.
Por cuestiones que imagino políticas, por intereses que se escapan de mi conocimiento y también de mi lógica, se pone en peligro la salud mental y los proyectos de vida de 27 chicos y chicas que no lo merecen, que no han sido consultados ni escuchados y que espero que den una lección a todos los que han jugado con sus vidas y no se rindan.
Algunos saldrán adelante a pesar de este fuerte golpe emocional, otros volverán atrás y retomarán las ideas que les han acompañado siempre: no se puede confiar en nadie, la gente es mala, no tengo control sobre mi vida, tengo que pegar primero antes de que me peguen a mí.
Es una lástima y lo denuncio así porque no puedo hacer otra cosa con mi sentimiento de rabia e impotencia.
Esto es mala praxis.